martes, 27 de diciembre de 2011

EL TOPO, de Tomas Alfredson

LAS PIEZAS DEL ROMPECABEZAS


Ubicada en el habitualmente cómodo marco del cine de espionaje, El topo desecha las convenciones formales del género contemporáneo asentadas por títulos como la conservadora Juego de espías, la decepcionante El jardinero fiel o la irregular saga Bourne. Aquí, la planificación rebuscada o el ritmo trepidante son sustituidos por la sobriedad formal, una expresión interpretativa gélidamente contenida y una narración reflexiva y precisa, elementos por otra parte ya identificables en el anterior trabajo de su director Tomas Alfredson, la internacionalmente aclamada Déjame entrar, que también reformuló con maestría los cánones de un género, esta vez el vampírico, en pleno apogeo Crepúsculo.

De nuevo, la elección discursiva de Alfredson resulta idónea para la historia, no sólo porque esa distancia respetuosa que el sueco tiene con la obra (propia del carácter norteño) se ajusta perfectamente a la flema británica que destila la historia, sino porque tanto la narración esquiva, la asepsia estética y el hieratismo de los personajes se confabulan para crear una voz caracterizada por la omisión, por un mutismo que refuerza la complejidad de una historia articulada por los secretos y mentiras de sus protagonistas.

Reforzando esta sensación de confusión e incertidumbre, el tiempo de la historia se fragmenta en constantes flashbacks, instantes que “fingen” ser flashbacks (los protagonizados por el agente Jim Prideaux, interpretado por Mark Strong) o revisiones de un mismo suceso (la fallida operación en Hungría) que, al contemplarse con mayor amplitud, aportan nueva información o desmienten la existente. Pero siempre, mientras observamos alguno de los abundantes primeros planos del imperturbable George Smiley (Oldman) intentando resolver el puzzle, tenemos la impresión de que las claves nunca están a la vista, como si se filtrasen por esas fisuras que deja el relato en su viaje de ida y vuelta al pasado.

Y es que finalmente, Alfredson nos brinda las claves en las piezas que aparentaban insignificantes para la trama: una cena navideña que comparten los integrantes del MI6. Un mosaico en el que, a través de poco más que gestos y miradas (con un porte estilizado que recuerda a Mad men), se desvela la maraña de sentimientos que entrelaza a esas personas y que acabará por traicionarles, porque en el mundo que viven, nadie puede permitirse albergar sentimientos.

lunes, 5 de diciembre de 2011

CUANDO LA CIUDAD DUERME

  -->Ya caída la noche, las calles de la ciudad están vacías. Los escaparates de los comercios muestran sus rutilantes productos, que sumergidos en una oscuridad inerte parecen la sombra de una promesa de felicidad inalcanzable.
Solitarios dispositivos de limpieza riegan con indiferencia el asfalto, cuya superficie mojada refleja la luz dorada de los faroles, bañando las calles de oro. Poseído por un febril delirio, un pintor borracho maldice al cielo por burlarse de su mediocridad.

Silencio. La ciudad duerme.

Bajo tierra, el metro atraviesa los oscuros túneles que alimentan la mente de ese gran Leviatán dormido: El infinito subconsciente de la ciudad.
Transeúntes, noctámbulos y corazones perdidos son zarandeados al unísono, siguiendo el monótono repiqueteo que genera el avance frenético de los vagones.
Miradas vacías, agrietadas por el exceso de tiempo y la escasez de pasiones.

La ciudad se remueve, intranquila.

Mientras el metro sigue su viaje, un hombre, asiendo con fuerza una botella como fiel compañera, alza la vista del suelo y rompe a reír repentinamente. Ríe de un chiste ya olvidado y sin ninguna gracia, pero llora irremediablemente hasta que le duele la mandíbula.
Una chica pelirroja duerme sobre el regazo de un viejo amigo. Él no puede dejar de mirar sus labios, que inconscientemente murmuran el nombre de un amor secreto.
Y en una esquina del vagón, encogido y tembloroso, un viejo vagabundo intenta conciliar el sueño antes de que la noche acabe. En su cabeza tararea una canción que inventó hace tiempo, siendo sólo un niño. Y es la canción más bonita del mundo.

Silencio. La ciudad sueña.

jueves, 10 de noviembre de 2011

TRATAMIENTO SONORO EN “POZOS DE AMBICIÓN”. SONIDOS DE HORROR Y LOCURA

SONIDOS DE HORROR Y LOCURA



            Sobre la pantalla en negro aparece súbitamente la barroca grafía del título de la película, sumergido en un (aparente) total silencio, para después desaparecer con la misma determinación. Paulatinamente, casi imperceptible en una primera instancia, en las profundidades de la insondable oscuridad una trémula vibración sonora parece revolverse inquieta; agazapada y expectante.  El reptiliano sonido emerge hacia la superficie con la rapidez de un depredador, mientras la imagen comienza a dibujarse ante nuestro ojos, plana e indiferente, como un simple lienzo que solo pudiera cobrar forma a las órdenes del vigoroso audio que le precede. La imagen acaba de perfilarse, mostrando un paisaje árido y crepuscular. El bisbiseante sonido ha cobrado insólita fuerza al emerger, multiplicándose y transformándose en una avalancha estridente y punzante que eclipsa los sentidos. El paisaje es sólo eso, un paisaje rocoso y anodino. El sonido (¿es música?¿es ruído?) anuncia el advenimiento de lo innombrable. Anuncia horror y locura. El demencial sonido remite poco a poco. La bestia vuelve a sumergirse en la oscuridad cavernosa, donde volverá a esperar acechante. Un hombre pica una pared rocosa, en un agujero hecho con sus propias manos. En las mismas entrañas de la tierra.

            La audiovisión de estos pocos segundos que acabo de describir, justo al inicio de la última película de Paul Thomas Anderson Pozos de ambición (There will be blood), funciona como una obertura que nos posiciona de inmediato frente al relato. Son segundos turbadores y esto se debe, sin duda, a la extraordinaria dimensión de los recursos sonoros. De forma instantánea el sonido de la película nos sumerge en un plano anímico desasosegante, pero también sobrecogedor, anunciando una tragedia de dimensiones bíblicas. Muchos elementos en la escena (tanto en el uso del sonido, como por el paraje mostrado y, sobre todo, la sensación que transmite) nos remite casi incuestionablemente a uno de los prólogos más magistrales de la historia del cine: Estoy hablando de 2001. Una odisea en el espacio (2001. A space odissey) la cinta de ciencia-ficción del genial Stanley Kubrick. El desgarrador tema de Jonny Greenwood, integrante del grupo musical Radiohead y compositor de la banda sonora de la película de Anderson, evoca los dolorosos cánticos del Lux aeterna del compositor rumano György Ligeti, que Kubrick utilizó para la celebre escena en que los primeros hombres entran en contacto con el famoso monolito. En cierto modo, el sonido de ambas escenas corporeizan (otorgándoles un volumen que podemos sentir auditivamente) el mismo concepto: la idea, ya mencionada anteriormente, de lo innombrable. 



      En la cinta de Kubrick el sonido acompaña al susodicho monolito, consiguiendo que su perfectamente serena e inmóvil estructura aparezca tensa y tirante ante nuestros ojos, como si la propia figura emanase las extrañas vibraciones sonoras. Es una representación de lo supremo e incomprensible, que será para los primeros homínidos fuente del poder que les convertirá en dueños del mundo, pero también del horror, el caos y la violencia que le consumirá para siempre. En Pozos de ambición, este sonido acompaña parajes desérticos o las rudimentarias perforadoras petrolíferas mientras horadan perezosamente el suelo, consiguiendo el mismo efecto que la música de Ligeti: Los sonidos de Greenwood hacen que el anodino y terroso paisaje con el que empieza la película cobre entidad en sí mismo, como algo invisible pero amenazante y aterrador. Esa misma tierra que brinda al protagonista, Daniel Plainview (Daniel Day-Lewis) su riqueza, pero también los mismos elementos perniciosos que consumen a los hombres en 2001. Una odisea en el espacio.

            Este recurso será una constante a lo largo de la película. Mas adelante, cuando Plainview hace su primer drenaje de petróleo junto a otros hombres, el mismo chirriante sonido reaparece, persistiendo en casi la totalidad de la larga secuencia. Éste, acompañando el monocorde giro de las poleas y el repiqueteo de las herramientas de trabajo, parece responder al retorcimiento de la tierra, casi como si fuera ésta un organismo vivo al que los hombres tratan de hendir la dura piel. Un zumbido que crispa y, de nuevo, nos alerta, mientras los hombres realizan la tarea monótonamente, en absoluta normalidad. Ya avanzada la perforación, los trabajadores lanzan un enorme peso metálico con forma alargada, desde gran altura, para iniciar el bombeo del agujero, clavándose éste en el suelo con una verticalidad perfecta, como una lanza que penetra la carne. Con éste golpe el omnipresente sonido desaparece. Su repentina ausencia nos inquieta más que tranquilizarnos, como si un ser somnoliento bajo tierra hubiese interrumpido su maquinal respiración, alterado por la presencia de los trabajadores y amenazando con funestas consecuencias. Los hombres paran su actividad. Por fin escuchan alertados, en la misma condición que los espectadores. Pero nada ocurre. El trabajo continúa. 

            El sonido regresa, inclemente. Los hombres levantan el peso con una polea. Al llegar arriba está totalmente cubierto de petróleo. Plainview pasa la mano por el peso, empapándola del negro crudo, y la levanta hacia el cielo en un gesto de victoria y desafío. Hay que decir que, hasta el momento, no se ha pronunciado palabra alguna. Como los hombres cavernarios de la película de Kubrick, los hombres aquí se comunican entre ellos con suspiros, gruñidos de esfuerzo y gritos de alegría. Ante la presencia (visual, pero también auditiva) de lo innombrable, tanto Plainview como los simios, alzan la mano, invocando y amenazando. Justo en ese momento, el sonido parece concentrarse rabioso, cobrando fuerza ante la prometeica osadía del hombre. Al final de la secuencia, el sonido funesto volverá a desaparecer: Justo después de que la precaria torre de perforación se derrumbe y, al caer dentro del agujero sobre Plainview y un compañero, mate violentamente a este último. Daniel sobrevive milagrosamente. La primera amenaza se ha visto cumplida. El primer derramamiento de sangre que el título original de la película anuncia.

            Hacia la mitad de la película, Plainview compra una gran extensión de tierra e inicia un drenaje mucho más ambicioso. Las tensas relaciones entre la ambición de Plainview y la fundamentalista fe del párroco local Eli Sunday (Paul Dano) ya es evidente. En un momento del drenaje, vemos a los hombres trabajando en la perforación, mientras el hijo de Daniel, el joven H. W. (Dilon Freasier) les observa encaramado a un pequeño tejado, justo sobre ellos. El pendular sonido de la perforadora tranquiliza, se oye alguna herramienta o quizá hombres hablando, pero nada es estridente, todo sigue el mesmerizante ritmo de la perforadora. Entonces, la tranquilidad se rompe bruscamente, el peso se tambalea con violencia y el sonido vibrante y metálico del quejido de la perforadora precede al intenso silbido de un escape de gas. Los hombres consiguen huir, pero H. W. sale despedido por la fuerza del gas y se desploma en un tejado de chapa, al lado de la perforadora. El ruido de la explosión de gas es estruendoso y continuo y la madera de la plataforma grita dolorida. Cuando recobramos el punto de vista del niño, el ensordecedor ruido está amortiguado, lo escuchamos como si estuviéramos aislados. Podríamos decir que lo oímos como si nos encontráramos bajo el agua, ya que el ambiente que escuchamos parece acuático y el gran estruendo se percibe amortiguado por la resistencia (tan reconocible y característica) que ofrece el agua. Al volver al punto de vista de Daniel, que corre para rescatar a su hijo, el atronador sonido vuelve a su estado natural. Pero de nuevo con H. W. el ruido vuelve a ese característico sonido amortiguado. Con este recurso nos introducimos directamente en la cabeza del chico, descubriendo más tarde que esa sordera (que le afecta a él y a nosotros) no será sólo pasajera, sino que perdurará haciéndose crónica. Una vez Daniel consigue poner a resguardo a su hijo, el gas que escupía el agujero da paso a un enorme chorro de petróleo que acabará prendiéndose, formando una enorme torre de llamas.

            Es entonces cuando suenan unos primeros golpes de percusión de membrana, marcados con determinación y que van definiendo una pauta rítmica. Los hombres corren torpemente alrededor del gran coloso de fuego, con sus herramientas alzadas, intentando sofocarlo. Los golpes de percusión inician un abordaje de ritmos tribales que van sumándose gradualmente, formando un ritmo sincopado: claves de madera, panderetas, un bombo metálico… La música es enérgica y primitiva, ensalzando la gran figura llameante como si fuera una deidad voraz y desatada. Sumergido en esa vorágine auditiva, el chillido constante de un violín evoca ese sonido primigenio y amenazante del que hablábamos con anterioridad. Los hombres no pueden más que observar el prodigio alzarse hacia el cielo nocturno, asombrados. Plainview celebra el descubrimiento del oro negro. Su compañero le pregunta si su hijo se encuentra bien. Absorto completamente en la visión de las llamas, Daniel le responde que no. El compañero, alertado, se retira a atender al chico. Daniel observa el fuego. Entonces, tanto la frenética música como el estrépito diegético, extrañamente parecen hacerse más graves y sordos, como si se hubieran encerrado en una burbuja. Nos recuerda a cuando “compartíamos” la sordera con el joven H. W. pero ahora es diferente. Al concentrarse la imagen en el rostro de Daniel que, con una expresión retorcida contempla el caos de las llamas, esa cualidad especial del sonido, hueca, ahogada, nos introduce esta vez en la cabeza de Daniel, sintiendo la distorsión que se produce en su interior. El horror que la película vaticinaba al principio, no es otro que el que cobra forma y se alimenta en la cabeza de Daniel Plainview, y es ahora cuando más caemos en la cuenta de ello.



            Curiosamente, de aquí en adelante éste característico sonido reaparecerá a lo largo de la película, pero ahora siempre identificando a Plainview, reflejando su deformación emocional, siendo ésta cada vez más evidente. En ciertos momentos, exactamente el mismo sonido que “abría el telón”, vaticinando un horror informe y omnipresente, pincela ahora escenas que determinan la relación de Daniel con el mundo que le rodea. Un mundo del que cada vez desea estar más aislado. Son característicos los momentos en que Daniel descubre que su recién llegado hermano, al que nunca había visto, no es realmente quien dice ser, al igual que el momento en que lo mata a sangre fría. El sonido pasa a ser un reflejo psicológico de la tormentosa mente de Daniel. 

            Ya al final de la película, Daniel ha ganado suficiente dinero para adquirir una colosal mansión en la que, como deseaba, vive aislado como en una fortaleza. Su deterioro mental y emocional es evidente y vemos que por ambición y orgullo acaba perdiendo a su hijo (aunque realmente no lo fuera), único lazo que aún le unía a la humanidad y la cordura. Tras el reencuentro con su “Némesis” Eli Sunday, que aparece en la mansión hundido y totalmente arruinado (debido al crack del 29), la colisión titánica que se ha fraguado durante toda la película entre estas dos arrolladoras personalidades estalla en un arrebato de violencia en el que el joven párroco es asesinado por un Daniel completamente enajenado. Tras los estentóreos alaridos de odio y locura y la consecuente muerte de Eli, un calmo silencio se instaura, dejando a Plainview sólo en la estancia. Justo antes de la aparición de los créditos finales, una exaltada pieza musical clásica, el concierto en Do mayor Vivace non troppo de Brahms, estalla en una especie de desquiciada algarabía, tensando ese último instante de quietud que la imagen del protagonista, derrumbado al lado del cadáver de Eli, nos ofrece. Esa extraña celebración de la violencia y la locura en las vigorosas y solemnes notas de una pieza clásica, nos remite a otra película de Kubrick: La naranja mecánica (A clockword orange). Al igual que ocurre con Alex, el protagonista de la cinta basada en el libro de Burgess, en Pozos de ambición la música nos ofrece un retrato psicológico del protagonista, en la que la estentórea música clásica expresa la locura y la violencia, enradeciéndola hasta el éxtasis.

            No con gratuidad se ha comparado a Paul Thomas Anderson con el ya desaparecido Stanley Kubrick: por la osadía de sus propuestas, su extrema polivalencia, Su estética canónica… Pero sin duda, en uno de los aspectos que más observamos que el joven director ha bebido del fallecido maestro es en su reflexivo uso de la música y de las cualidades del sonido. Nunca fútil, siempre imprevisible y sugerente. Y eso es sin duda lo que ocurre en Pozos de ambición. Dónde la mayoría de títulos actuales usan la música a modo de subrayado o el sonido como mera herramienta funcional, en esta película estos elementos hacen que las dimensiones de lectura se multipliquen y diverjan, alcanzando nuevos y enriquecedores estadios. Aquí el sonido convierte la película casi en un organismo vivo: en una auténtica obra de arte.

domingo, 6 de noviembre de 2011

ENTREVISTA EN EL SUPLEMENTO CULTURAL DEL PERIÓDICO MEDITERRÁNEO. 06/11/2011



DIEGO AMELA
 Un narrador visual
Entrevista por Éric Gras


La vida da muchas vueltas. El funcionamiento de este proceso no venía con instrucciones, de modo que es bien fácil decir que te extraña y sorprende al mismo tiempo. No sabemos muy bien cómo ni porqué, las amistades se pierden durante el recorrido. Todo viene dado por ese acto llamado “elección”. Unos vienen y otros se van, de acuerdo a sus principios, sus sueños y metas. Me enorgullece decir que un amigo mío, un compañero de batallitas adolescentes, se trasladó primero a Valencia y luego a Barcelona para hacer lo que mejor sabe: narrar historias. Lo suyo es el formato visual, el mundo del cine. Sin embargo, la necesidad de expresarse con letras siempre ha estado presente en su ser. Hablamos de Diego Amela Chiva, ganador del V Premio de Relato Corto del Ayuntamiento de Castellón. Sin más, debo decir que me llevó una alegría inmensa retomar el contacto perdido y poder entrevistarlo.

Cuadernos: Primer Premio del V Concurso de Relato Corto del Ayuntamiento de Castellón con ‘El trabajo’. ¿Sorpresa?
Diego Amela: ¡Por supuesto! No es la primera vez que participo en un concurso de estas características y, hasta el momento, no había tenido suerte. Cuando me llamaron para notificarme que había ganado reaccioné respondiendo un “Ah... qué bien” que sonó un poco tonto y seguramente delató mi incredulidad inicial. Pero la verdad es que estoy muy agradecido. Un reconocimiento así es muy satisfactorio y te aporta el empuje necesario para seguir escribiendo.

C: ¿Desde cuándo dejas volar tu imaginación a través de las palabras?
D. A.: Hasta donde puedo recordar, siempre me han interesado las historias. Mi abuela siempre me dice que, cuando era muy pequeño, escenificaba pequeñas historias frente a mi familia. Eran grandes montajes teatrales que me inventaba y en los que interpretaba a todos los personajes. Una vez aprendí a escribir y a construir frases con sentido comencé a tomármelo más en serio. Ahora recuerdo con especial cariño una tentativa de escribir una saga de relatos de ciencia-ficción. Finalmente, solo escribí dos, uno era un plagio de ‘Alien’ y el otro estaba basado en un capítulo de ‘Los guardianes de la Galaxia’. Por supuesto eran trabajos muy sencillos, a fin de cuentas solo era un crío, pero por aquel entonces ya tenía el gusanillo de la escritura.

C: ‘El trabajo’ es una historieta detectivesca, ¿qué podrías decirnos de ella?
D. A.: Aunque parezca increíble no soy un gran lector de novela negra. Sin embargo sí que soy muy aficionado al ‘filme noir’. La influencia de películas como ‘El halcón Maltés’, ‘El sueño eterno’ o ‘Chinatown’ son evidentes en la historia. Todas estas películas comparten unas pautas estilísticas, temáticas y argumentales propias del género negro que yo intenté incluir en el relato para jugar con ellas. Lo que pasa es que, al final, no solo es un homenaje al género, sino también un ejercicio metanarrativo que es el resultado de mi obsesión por la génesis y construcción de historias como el complejo mecanismo que son. En este aspecto, a las anteriores referencias incluiría al inefable Borges o a Paul Auster. Y que conste que nombro estos referentes con la mayor humildad. ¡Ah! Y hay otro guiño en el final del relato a un episodio genial de ‘Los Soprano’ en el que Toni le hace una pregunta a la Dra. Melfi y ella también responde con un inesperado y rotundo “No”.

C: Desde que tengo uso de razón has sido un amante del celuloide, ¿hasta qué punto su in- fluencia en tu escritura?
D. A.: Como puedes ver la influencia es total. Me encanta el cine y además mi educación se ha centrado sobre todo en el campo audiovisual. A la hora de escribir, mis referentes pueden ser tanto literarios como cinematográficos, pero bueno, aunque cambie el formato el objetivo es el mismo: contar historias. Sí que es cierto que estoy más acostumbrado a escribir guiones para cine o televisión que literatura y eso me convierte en un escritor muy visual. Lo que voy a escribir lo imagino en mi cabeza como si fuese una escena y lo narro, permitiéndome de vez en cuando alguna licencia literaria para reforzar sensaciones. La escritura de guión es muy estricta en lo referente al estilo: solo puedes describir espacios o acciones y la economía de palabras es casi un dogma. En el estilo literario la libertad es casi infinita, pero por supuesto necesita mucha práctica, más cuando estás acostumbrado a estar tan encorsetado.

C: Un castellonense en Barcelona. ¿Es difícil la supervivencia?
D. A.: Te mentiría si te dijese que no. Por supuesto, es una ciudad más grande y hay más po- sibilidades, pero claro, también hay muchísima más gente. No obstante, para alguien que quiere dedicarse al cine o, sencillamente, contar historias en formato audiovisual, Madrid o Barcelona son destinos lógicos debido a que hay más industria. De todas maneras, este es un trabajo precioso, pero también es muy complicado encontrar una estabilidad. Intento no decaer. Tengo algunos pro- yectos que espero vean la luz pronto. Despacito y con buena letra que se suele decir.

C: Director de cortometrajes, guionista, crítico de cine, creativo... ¿Podría decirse que buscas nuevas formas de contar historias?
D. A.: ¡Yo no diría tanto! Creo que solo soy alguien que quiere contar historias. Pero el mundo está cambiando muy deprisa y los espectadores de hoy tienen poco que ver con los de antes. Internet, redes sociales, dispositivos móviles, plataformas multipantalla, etc. Gracias a las nuevas tecnologías las últimas generaciones están acostumbradas a percibir información por muchos canales y todo al mismo tiempo. Probablemente ya no tienen paciencia para ver ‘Casablanca’ --lo cual me entristece--, pero pueden comprender otras estructuras narrativas que a nosotros nos resultaría más complicado. Ahora puedes frag- mentar y esparcir un macrorrelato a través de muchos canales y el espectador puede encontrarlos y decodificarlos, añadiéndolo a su experiencia narrativa. Como la serie ‘Perdidos’, en la que no solo tenías que ver la serie, sino entrar en blogs, consultar la ‘Lostpedia’, jugar al videojuego, rastrear información escondida. La verdad es que se está abriendo un nuevo abanico de posibilidades muy estimulante que los narradores de historias tenemos el deber de explorar. 





















miércoles, 26 de octubre de 2011

REMANENTES DE LA AUTOPSIA SUPERHERÓICA.

Con motivo de la publicación de El regreso del caballero oscuro y la revolución que significó la revisión que del justiciero de Gotham realizara Frank Miller (convirtiéndolo en un sociópata de  métodos expeditivos y moral nietszchiana), el autor de 300 no tardó en quitarse el mérito y señalar al verdadero responsable de aquellos nuevos (y convulsos) tiempos que vivía el comic-book superheróico: "El género de superhéroes ha muerto. Alan Moore lo asesinó con Watchmen. Yo sólo me he limitado a hacerle la autopsia." 

Con su célebre obra, el barbudo de Northampton nos mostró las fatídicas consecuencias que podrían derivarse si un grupo de individuos se arrogasen con la autoridad moral y (lo más preocupante) la sociedad se lo permitiese. Así, la misma naturaleza suprahumana del superhéroe puede resultar en posturas tan radicales y peligrosas como la moral categórica de Rorscharch, el abominable utilitarismo de Ozimandys o la imperturbable indiferencia del Dr. Manhattan ante los (insignificantes) asuntos humanos.

El mundo estaba cambiando y los héroes se vieron condenados a adaptarse o morir. Y eso fue lo que Frank Miller hizo con el Caballero Oscuro, transfromándolo en un "vigilante" que se ve obligado a remodelar su código moral para adaptarse a un mundo en el que los villanos ya no son simples rateros o payasos homicidas de sonrisa perenne, sino los medios de comunicación, los líderes poíticos y la apatía de una sociedad agonizante. Bien parecía que, entre las páginas de los cómics, ya no había cabida para aquellos héroes de la edad de oro, apolíneos y de moral intachable. Y era cierto, el ideal del superhéroe había sido asesinado con brutalidad y diseccionado impúdicamente. Pero toda época necesita sus héroes. Así que se recogieron los pedazos y se reconstruyó lo que se pudo. Seres excéntricos, más parecidos a Freaks de circo ambulante que a héroes de antifaz y capa. Probablemente, los héroes que merecemos.


 THE AUTHORITY

Creados por Warren Ellis y con Bryan Hitch encargado del dibujo, The authority representan la hipérbole posmoderna de la moral categórica de Rorscharch y el utilitarismo de Ozimandys. Este grupo de seres superpoderosos se encuentra más próximo al panteón deífico que al "amigable vecino" que  se autoproclamaba el trepa-muros de Marvel. Su nombre no es gratuito: The authority  no son protectores ni héroes.  Ellos son la única y verdadera autoridad moral, los que deciden quienes son los buenos y quienes los malos y si protegen a la humanidad no es porque ésta les inspire esperanza o por  que aspiren a salvaguardar el preciosímo valor de la vida, sino porque saben que somos débiles y un tanto inútiles y que sin ellos no duraríamos ni un segundo. Por ello destaca la extrema ultra-violencia de la que hace gala el supergrupo, que se mofarían hasta el extenuación de los códigos morales del hombre de Krypton o el enmascarado de Gotham. The authority masacra, mutila y despedaza y lo hace sin la mínima vacilación, porque el mal DEBE ser erradicado y el fin  siempre justifica los medios. Axioma moral que se sintetiza en una concisa e irrefutable sentencia que proclama la líder del grupo antes de enfrentarse a una nueva amenaza: "Somos The Authority. Y hemos venido a zurraros."
Los integrantes del grupo son: Jenny Sparks "el espíritu del siglo XX", Jack Hawksmoor "el Dios de las ciudades", Apolo "Dios del sol", Midnighter "el portador nocturno de la guerra" (estos dos últimos pareja sentimental), El Doctor "Chamán de esta era" además de yonqui, Angela Spica alias "Engineer" y Swift "La cazadora alada".


THE MAXX

Es muy posible que algunos lectores recuerden una serie de animación homónima, estrenada en la MTV hará unos 15 años y con este entrañable mastodonte de color morado como protagonista. La serie era una adaptación literal (se recurrió a una técnica de animación para dar movimiento a cada una de las viñetas) del comic de Sam Kieth, que se encargó tanto del guión como del dibujo. 
Con cierto aire a cómic underground, Kieth nos presenta el que probablemente sea el superhéroe más antiheróico hasta la fecha. Olvídense de Bat-cuevas, Fortalezas inexpugnables en la Antártida o Bases-satélites en la atmósfera terrestre. The Maxx vive en un callejón húmedo y oscuro, dentro de una desvencijada caja de cartón. Cuando intenta socorrer a un ciudadano en peligro, la policía le confunde con el asaltante y lo encierran en comisaría. Y por si fuera poco sufre de terribles jaquecas, siempre acompañadas de episodios alucinógenos en los que The Maxx vive en una salvaje Pangea y es un guerrero protector de la Princesa Leopardo. Con un estilo rabiosamente expresivo y caótico, Kieth nos sumerge en la esquizoide mente de The Maxx, recurriendo al juego entre realidades paralelas que se confunden, el cenagoso subconsciente de un héroe aterrado por lo que pueda haber debajo de su máscara y sobre todo mucho humor (bizarro, pero humor al fin y al cabo). 


DOOM PATROL


Y al fin llegamos a mi último descubrimiento, la joya de la corona del género postsuperheróico: Doom Patrol (En en esta entrada me limitaré a hablar de la etapa en la que Grant Morrison se hizo cargo de los guiones de la serie).
Doom Patrol son La patrulla Condenada, los Misfits del universo DC. Con poderes sobrehumanos que no pidieron y que (la mayoría) serían mucho más felices sin ellos. Pero sin embargo son el grupo definitivo a la hora de enfrentarse a amenazas demasiado excéntricas para los superhéroes corrientes: La lisérgica Hermandad del Dada, capitaneada por el misterioso MR. Nobody; la infiltración en nuestra dimensión de Orqwith, un mundo ficticio habitado por Los Hombre Tijera, creado por una comunidad de intelectuales por pura diversión (a muchos esta premisa les recordará a cierto relato de Borges); O una malévola secta que quiere invocar a una criatura apocalíptica y que nuestros héroes tendrán que evitar recurriendo a un edificio de cualidades mágicas... La Sagrada Familia de Antoni Gaudí. 
Doom Patrol es una serie emocionante, divertida, surrealista hasta el extremo y tremendamente estimulante. Mezclar referentes como Burroughs, Thomas de Quincey, Borges, surrealismo, dadaismo, Albert Hoffman (y mil más)... que todo tenga sentido y encima rías a rabiar: Esta colección no tiene precio.
Los principales integrantes de Doom Patrol son: 

-Niles Caulder: El cerebro del grupo. Postrado en una silla de ruedas es una de las mentes más privilegiadas del planeta.

-Cliff Steele: Un conductor de coches de carreraa que, al sufrir un accidente mortal, se recupera su cerebro y se inserta en un cuerpo metálico de gran fuerza y resistencia. El bonachón del grupo. El que dice cosas como "Podrías decirlo en cristiano" o "¿Por qué estas cosas ya no me sorprenden lo más mínimo".

-Crazy Jane: Una joven traumatizada por los abusos de su padre que, para protegerse, ha creado hasta 70 personalidades distintas, cada una con un poder específico.

-Rebis: Un ser compuesto por la unión de un hombre, una mujer y un extraño "ente negativo". Es inmortal y, aunque guarda recuerdos de los individuos de los que está compuesto, encuentra difícil interesarse por los aspectos humanos.

-Dorothy Spinner: Una adolescente con cara de simio que es capaz de materializar (aunque casi siempre involuntariamente) grotescos monstruos que habitan en su subconsciente.

Hasta aquí mi apreciación del género de superhéroes en un mundo en que los superhéroes no tienen cabida. Estaré ancantado de que me informéis de otros grupos que merecen estar en esta lista.










lunes, 24 de octubre de 2011

"EL TRABAJO": Primer premio en el V Concurso de Relato corto del Ayuntamiento de Castellón.

EL TRABAJO
En la quietud de su destartalado despacho, Sam mataba el tiempo leyendo una novela barata de detectives. A pesar de su dudosa calidad literaria (pues Sam se consideraba “inteligente y de psicología compleja, aún siendo un hombre de acción”) le gustaban estos folletines que, sorprendentemente, reflejaban con bastante fidelidad las vicisitudes en la vida de un detective privado. Una vida como la suya. Aunque a decir verdad, en esos momentos su vida tenía poco que ver con las intensas aventuras que leía en aquel libro. Lo único que interrumpía el monótono silencio de aquel despacho era el sonido que desprendían las quebradizas páginas del libro cada vez que eran manipuladas. Sam había tenido una secretaria, la siempre diligente D. Jane, pero tuvo que despedirla por la falta de trabajo. Y aquello, según su opinión, si que había sido una gran pérdida: no es que su pequeña agencia generara un trabajo de oficina inconmensurable, pero Sam no había probado en toda su vida un espresso que supiera mejor que los que preparaba la buena de D. Jane. Llevaba bastante tiempo con mala racha. Tuvo que abandonar su apartamento e instalarse en el despacho para eliminar gastos, pero pronto ni siquiera tendría dinero para pagar las facturas. Ya no recordaba cuando había tenido su último trabajo. La ciudad entera dormía en una noche tranquila y sin pesadillas, y eso significaba que no había trabajo para un detective privado. Estos aciagos pensamientos distraían a Sam de la lectura, así que cerró el libro y se acomodó en el sillón para intentar dormir un poco. No es que tuviera esperanzas de conciliar el sueño: un detective es esencialmente un animal nocturno, y ahora que no tenía trabajo Sam invertía las noches en ordenar sus pensamientos. Y  fue entonces cuando un ruido inesperado interrumpió sus cavilaciones. Un ruido que, debido a la falta de costumbre, le costó reconocer. Un poco aturdido, Sam descolgó el teléfono.

            Lo único que no entendía de los folletines de historias detectivescas era la afición que tenían sus protagonistas por el café americano. En ocasiones le parecía uno de tantos detalles que creaban una imagen prejuiciosa de los miembros de su profesión. Como si cualquiera, por el simple hecho de ser detective, fuera malhablado, llevara barba de dos días y le gustase el café americano. Sam, pese a no poder permitirse alquilar un apartamento, iba pulcramente afeitado y tenía un paladar extremadamente refinado para el café. Pero en todas las cafeterías que había frecuentado servían ese mismo brebaje aguado e insípido que tanto aborrecía. Así que un día, sencillamente dejó de buscar y se quedó con el Denise´s, una pequeña y acogedora cafetería del centro. Había sido una buena elección, según Sam. Aunque el café no era gran cosa, el ambiente era agradable y el desayuno económico. Y Denise también le gustaba.
            -¿Más café, Sam?
Sam levantó la vista y se encontró con el dulce rostro de la dueña del establecimiento. Una dulzura que enterraba el dolor de días pasados y difíciles.
            -¿Tienes algo que no haya salido del cubo de fregar?
Denise sonrió ante la socarronería.
            -Tu querida D. Jane no volverá, cielo. Yo de ti iría acostumbrándome.
Sam esbozó una ligera sonrisa únicamente por cordialidad y aprecio hacia Denise. El asunto D. Jane era algo muy serio para él. Una auténtica tragedia. Denise notó como Sam se encogía en su butaca y buscó otro tema de conversación.
            -¿Cómo va todo? ¿Algo nuevo en el trabajo?
El trabajo. No había pensado en otra cosa desde que se había levantado. Aquella llamada en mitad de la noche, una voz extremadamente tímida al otro lado del aparato, un cliente que prefería permanecer en el anonimato. En su mente resonaba aquella voz fría e impersonal, como si proviniese de una máquina.
            -El dinero no será un problema, se lo puedo garantizar. Sólo quiero que entienda a la perfección cual es el trabajo que le encomiendo. Su cometido…
            -Lo entiendo, quiere que siga a este sujeto, el señor…- Sam buscó entre sus notas.- …el señor D. Hammer…
La voz se apresuró en matizar.
            -Su objetivo es seguir al señor Hammer durante todo el día, observando detenidamente su comportamiento para, posteriormente, poder informarme con la máxima exhaustividad.
Su contacto en la comisaría no había encontrado nada acerca del tal D. Hammer. Un ciudadano cualquiera al que ni siquiera le habían puesto una multa de tráfico. Aparte de la dirección y el nombre, no disponía de nada con lo que formarse una idea seminal del caso. Tenía que trabajar duro y desde cero.
            -Sam…
Sam levantó de nuevo la vista. Denise la miraba con sus incisivos ojos oscuros.
            -Ejem… Tengo trabajo Denise. Ya llevo mucho rato aquí, será mejor que empiece…
Maquinalmente, Sam se llevó la mano al bolsillo de su gabardina y sacó su maltrecha cartera. Denise le observaba con una mezcla de resignación y ternura, como la madre que observa como su hijo pequeño juega con sus joyas favoritas. Sam abrió la cartera e inmediatamente alzó la vista, un poco avergonzado. Ella le respondió con una sonrisa.
            -Bueno, será mejor que cumplas con ese trabajo, así podrás pagar la cuenta acumulada.
Sam miró con gratitud a aquella mujer que, sobre sus firmes hombros de amazona, aguantaba todo el peso de mundo con una enorme sonrisa.
            -Denise… La verdad es que sin ti estaría perdido.
Sam se puso la gabardina y se dirigió hacia la puerta de salida. Denise, observando como se alejaba aquel hombre que, por sus gestos furtivos, parecía poco menos que una sombra, le dedicó la consigna que usaba para despedirse y que a Sam tanto le gustaba:
            -¡Tenga cuidado ahí fuera, detective!
Él dio media vuelta y miró a Denise con cariño. Levantó una ceja como rúbrica final y se marchó del establecimiento, dando por comenzada la jornada de trabajo.

            El señor D. Hammer era un hombre de avanzada edad y apariencia frágil. No había en él, según el criterio de Sam, absolutamente nada que resultara intrigante, sospechoso o meramente destacable. Un hombre ordinario de apariencia corriente. Pero el trabajo encargado no requiría valoración subjetiva por parte del detective. Así pues,  Sam estuvo siguiendo al señor Hammer durante todo el día y escribió cada una de las actividades que realizaba para remitir el informe requerido. Parte de dicho informe sería el siguiente:
 8.13 A.M.- El sujeto abandona su domicilio.
 8.17- El sujeto entra en una cafetería, se dirige  a la camarera únicamente para pedir su desayuno (un café largo y dos tostadas con aceite, sin sal). Agarra un periódico de la barra y lo lee.
 8.45- El sujeto paga su cuenta en metálico y abandona la cafetería. Justo al salir se cruza con una mujer regordeta que pasea un perro (un fox-terrier) y entablan una conversación (La mujer es Angela L. una vecina del sujeto.)
…Y así continuaba durante todo el día. Una visita a una vieja librería, un paseo por el parque, una compra de última hora, etc. Una sucesión de acontecimientos cotidianos hasta que finalmente volvía  a su casa a las 21.10. En opinión de Sam, aquello no era más que un día cualquiera en la vida de una persona cualquiera. Pero Sam se abstuvo de comunicarle su apreciación al cliente que, dese el otro extremo del aparato, atendía al informe que Sam enumeraba en completo silencio.
-…Y a las 21.10 el sujeto vuelve a su domicilio. Tiene las luces encendidas hasta las 23.45, momento en que las apaga.
Durante unos segundos, Sam permaneció en silencio mientras el teléfono le respondía con un tono estático que le incomodaba. Al momento, aquella voz mecánica emergió de nuevo, hablando laboriosamente, como si tomase su tiempo en escoger las palabras correctas.
            -Excelente… Ha realizado usted un trabajo formidable. Continúe con la investigación tal cual la ha llevado a cabo hasta ahora. Su información está resultando muy útil. Recuerde siempre cual es su objetivo…
Tras estas palabras, Sam reconoció el sonido del auricular colgándose, sucedido de la característica señal auditiva que le indicaba que no había nadie al otro lado de la línea.

        Con una mano de uñas descuidadas, Sam rascaba insistentemente la poblada barba que, desde hacía ya unas semanas, subrayaba su rostro. En su cabeza repasaba una y otra vez cada detalle del caso. Ya casi no recordaba cuanto tiempo llevaba trabajando en él, pero su memoria había hecho un minucioso registro de las actividades realizadas por Hammer desde aquel lejano primer día. Todas actividades comunes y ordinarias. Llevaba mucho tiempo enfrascado en el caso. Su aparente simplicidad le obsesionaba y continuamente elucubraba enrevesadas teorías a raíz del extraño interés de su cliente hacia el anodino señor Hammer. ¿Acaso la rutina del anciano entrañaría algún tipo de código simbólico secreto? ¿O sería el recorrido trazado? ¿Quizá las horas exactas? Desvelar este misterio había dejado de ser un simple trabajo para Sam. Ahora era algo personal, un cometido que, imperiosamente, necesitaba cumplir. Había dejado su vida de lado para dedicarse al caso con exclusividad: Dejó de pasar las noches en el despacho, durmiendo en una esquina próxima a la casa de Hammer. Había descuidado tanto su apariencia física que muchos de los transeúntes lo confundían con un mendigo. Una noche especialmente fría decidió descansar bajo techo, pero al llegar a su despacho descubrió sorprendido que ya no era suyo. Sam, inmerso en la investigación del señor Hammer, olvidó por completo el pago del alquiler del establecimiento, situación que el dueño legítimo del inmueble no tardó en resolver poniéndolo de nuevo en alquiler. Como resultado, Sam se encontraba viviendo en la calle, con las ropas que llevaba encima como única pertenencia y resolver el caso Hammer como objeto inmediato de su existencia. Aunque bueno, también le quedaba Denise.
            -…Sam.
La agotada mirada del detective se alzó y coincidió con aquellos ojos oscuros que parecían no conocer otro registro que la benevolencia.
            -No has probado el café.
Sam bajó la vista hacia la pequeña taza que tenía frente a él y sus ojos, ávidos y curiosos, la escrutaron como si fuese un extraño insecto de exótica anatomía: El intenso color oscuro, la densa textura, la constelación espumosa en la superficie. Sam agarró la taza con ambas manos, se la llevó a los labios y, con delicadeza, saboreó su contenido, sintiendo como su garganta agradecía el calor de la bebida. Sam alzó la vista de nuevo y la mujer pudo observar como aquellos ojos acartonados se humedecían con incipientes lágrimas.
            -…Denise… Al fin sirves un café decente en este antro.
La camarera sonrió ante el comentario.
            -He comprado una cafetera nueva. Estaba harta de oír cómo te quejabas siempre.
Sam respondió con una sonrisa débil pero sincera e inmediatamente se concentró de nuevo en su diminuto café espresso. Denise titubeó unos instantes y, sintiéndose por primera vez en muchos años vulnerable, pronunció las palabras que tantas veces había repetido en la intimidad.
            -…La he comprado por ti Sam. Quiero prepararte el café cada mañana y cada tarde… y siempre que quieras tomar uno quiero ser yo quién te lo prepare…
Sam observaba a Denise mientras seguía sosteniendo su taza como un valioso tesoro.
            -…Lo que quiero decir es que… puedes quedarte aquí, Sam. Deja ese trabajo y quédate conmigo. No puedes seguir viviendo en la calle, vigilando a ese hombre todo el día y toda la noche, agazapado entre escombros mientras él duerme en su casa. Este caso acabará contigo… Sam, ¿Te ocurre algo?
El rostro del detective se había quedado petrificado ante las palabras de Denise. Una idea, fulminante como un relámpago, había atravesado su mente. ¿Cómo no había pensado antes en eso? Las actividades del señor Hammer durante el día eran completamente ordinarias y corrientes. Lo que Sam desconocía por completo era aquello que ocurría por las noches, tras la puerta de su casa. La clave del misterio debía estar, necesariamente, entre las cuatro paredes de ese apartamento. No podía perder ni un instante. Debía entrar en aquella casa. Sam se levantó apresuradamente.
-Tengo que irme Denise. Esto se va acabar esta noche…
Sam se dirigió hacia la puerta con rapidez.
            -¡Sam, espera!
Sam, ya en el umbral de la puerta, dio media vuelta y miró a Denise con una mirada suplicante que nunca más volvería a ver.
            -Volveré Denise. Te lo prometo…
Y diciendo esto salió por la puerta y se sumergió en la noche, tan inmerso en sus cavilaciones que no percibió como, tras él, las luces de la cafetería se apagaban gradualmente y la esbelta figura que hasta ese momento había sido Denise se marchitaba como una flor sedienta. Y mientras la vida se le escapaba, sus rígidos labios lucharon por decir unas últimas palabras: “Cuidado ahí fuera… detective”.

            La atmósfera de aquél apartamento inquietaba a Sam. No tenía nada que ver con la latente amenaza que la frágil quietud de un apartamento puede despertar en un allanador no experimentado. Un detective debe ser inmune a este tipo de sensaciones. Era algo más abstracto que Sam no alcanzaba a dilucidar. Hasta que finalmente identificó la fuente de su pesar: Eran la luz y los colores de la estancia. Extrañamente vívidos, casi tangibles. A Sam le sobrevino la singular idea, descartándola inmediatamente por su irracionalidad, de que nunca había visto una luz y unos colores tan “reales” como los de esa habitación. Por lo demás, el apartamento no mostraba ningún otro aspecto relevante aparte de su parquedad. Un sillón, unos estantes repletos de libros, un escritorio con una vieja máquina de escribir. Sam se fijó en este último elemento: Había una página en el rodillo de la máquina y, aún desde la distancia, se podía ver que estaba mecanografiada. Sigilosamente, Sam se aproximó al artilugio y leyó lo que en aquella página había escrito:
“ Sigilosamente, Sam se aproximó al artilugio y leyó lo que en aquella página había escrito.”
Una punzada de pavor atravesó el estómago de Sam. ¿Qué significaba aquello? ¿Cómo sabía Hammer de su existencia? ¿Es que acaso el viejo y el cliente le habían tendido una trampa?
            -Ha realizado usted un trabajo excelente Sam…
Aquella voz,  tímida y pesada, como la de un hombre que se tomara su tiempo en escoger las palabras adecuadas. Sam dio media vuelta al reconocer la voz de su cliente y se encontró con la figura frágil y encorvada del señor Hammer.
            -Usted… usted me contrató…
Dijo Sam remarcando lo ya evidente.
            -Así es Sam. Yo soy el cliente y el trabajo… Todo al mismo tiempo.
Sam permaneció en silencio ante la revelación de Hammer. El viejo sonrió frente el mutismo del detective.
            -Es usted muy prudente, una característica necesaria para su profesión, por supuesto, y ahora su mente intenta descifrar el jeroglífico en vez de, sencillamente, formular la pregunta pertinente.
Sam se mantuvo callado, haciendo honor a la prudencia que Hammer había destacado. Así que el viejo continuó.
            -Y la pregunta es: ¿Por qué un hombre contrata a un detective para que le vigile a él mismo?
Hammer miró a Sam con expresión divertida, mientras el detective no se atrevía a pronunciarse. El viejo soltó un ligero suspiro y entonces le contó la verdad.
            -Soy escritor Sam. No un gran escritor, pero me gano la vida escribiendo historias…
Hammer calló un momento. Sam solamente asintió.
            -Por lo tanto, mi vida son las historias. Estoy rodeado de personajes que nacen, evolucionan y mueren. Ellos tienen sus propias vidas, y a fin de cuentas, no son muy diferentes de la mía. Y un día, al levantarme, fue cuando me sobrevino la pregunta… ¿Y si mi vida no era más que otra historia?... ¿Y si yo fuera un personaje más?...
Hammer observó a Sam, el cuál mostraba su desconcierto sin pretenderlo.
            -Como usted sabrá, un personaje de ficción evoluciona a lo largo de la historia siempre en busca de cumplir un objetivo…
Sam reaccionó ante la palabra, resultándole incomprensiblemente extraña y familiar al mismo tiempo.
            -Su investigación, mi buen amigo, aclara mi dilema convenientemente. Su aburrido informe sobre mis actividades ratifica que no poseo ningún objetivo. Mis días son una anodina sucesión de actos cotidianos que demuestran que yo solamente… “soy”.
Hammer miró fijamente a los ojos de Sam, turbándose durante un instante por su carencia de humanidad, como los ojos de un pescado muerto que le observaran a través de una bolsa de plástico.
            -Entonces… yo…
Hammer apartó la vista.
            -…Lo has perdido todo para llegar hasta aquí, Sam: Tu despacho, tu vida… a Denise…
A Hammer le pareció ver como una lágrima brotaba de uno de los ojos de Sam, pero al no cambiar su expresión lo más mínimo supuso haberlo imaginado.
            -Lo has dejado todo para alcanzar tu objetivo. Ahora ya no queda nada más.
Sam asintió, comprendiendo.
            -¿Quieres decir algo antes de que acabe?
Teniendo en cuenta la persona frente a la que se encontraba, Sam quería decir muchas cosas. Sobre todo quería preguntar muchas cosas. Estaba repleto de dudas y de miedos. ¿Cuál era el sentido de todo aquello? ¿Por qué esto le había ocurrido a él? ¿Qué iba a pasar una vez todo acabara? Sam ordenó sus pensamientos, abrió la boca y después dijo:
            -No.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

LA PIEL QUE HABITO de Pedro Almodóvar

PEDRO, NO TODAS LAS PIELES TE SIENTAN BIEN


La piel que habito parece, probablemente, la película menos almodovariana hecha hasta el momento por el director manchego: un thriller de suspense con toques puntuales de (pretendido) terror y regustillo a cinefilia de auteur. Y digo parece porque, a tenor de la premisa argumental y el tono que destila la misma, bien podría pensarse que el oscarizado director habría optado esta vez por renovarse e investigar nuevos frentes creativos. Sin embargo, y como era de esperar, el estilo y el autor son indivisibles y el personalísimo sello del cineasta no podía faltar a la cita.

Así, podemos reconocer la impúdica mirada de Almodóvar en los ojos del brillante cirujano Ledgard (interpretado con hieratismo por Antonio Banderas) que observa con fascinación a Vera (Elena Anaya), su particular monstruo de Frankenstein, reconstruido a partir de injertos de piel artificial y a imagen y semejanza de su esposa perdida. Misma morbosa (y mórbida) fascinación voyeurista con que el director estudia y reconstruye por piezas distintos títulos y tendencias del cine pretérito: Los ojos sin rostro, de la que la película bebe en contenido y sobre todo en forma (la imagen de Vera tras la máscara quirúrgica o la mansión-presidio donde acontece la mayor parte de la acción), con un cierto halo a cine giallo (con esa extraña mezcolanza entre el aroma meditarráneo y el horror y la sangre).

Pero sobre todo, y tal vez sin que lo pretenda, en esta ocasión reconocemos la figura del autor en la andrógina dualidad de Vicente-Vera, el joven muchacho, víctima de la retorcida venganza del científico loco, que acabará convertiéndose en un juguete transformista en manos de Ledgard. Y es que, por mucho que el cirujano se empeñe en convertir a Vicente en Vera, la transformación de su cuerpo no implica la transmutación de su identidad, revelándose su nuevo envoltorio como el habitáculo que reza el título. Y esto mismo es lo que parece ocurrirle a Almodóvar en su última película: las pautas genéricas y tonales heredadas de Tarantula, la novela de Thierry Jonquet en la que se basa el guión (y de la que el director ha declarado hacer una adaptación libre) caen rendidas ante la arrolladora personalidad del autor, cuyo imaginario lucha por desengrilletarse y aflorar en la obra.

Como resultado La piel que habito se convierte en una rara avis a medio camino entre el thriller angustioso que debería ser y la pieza genuinamente autoral que desea ser, sembrando una esquizoide confusión en el público que nunca está demasiado seguro de la intención expresiva del director ni como se supone que debería reaccionar. Así, los pasajes de tensión se anulan ante un grandilocuente y empalagoso costumbrismo (el melodrama típicamente Almodóvar representado por el personaje de Marisa Paredes, aquí de una solemnidad incomodamente impostada) o frente instantes puramente esperpénticos (como la aparición de Zeca, también conocido como "el tigre"), que evidencian el descuido en tramas que se pierden en la nada (la inisistencia en la dudosa ética de las prácticas de Ledgard ante la comunidad científica) entorpeciendo la narración y dinamitando la, por otra parte, fascinante propuesta.

Aún así, entre las fisuras del megalítico ego del autor se identifican ciertos conceptos que apuntalaba la obra y que Almodóvar, por negligencia o por desinterés, no ha acabado de culminar o lo ha hecho precipitadamente, como las posibilidades de "la nueva carne" (en términos cronenbergianos) de Vera o la incorruptibilidad de su identidad más allá de la frontera de su cuerpo, resuelta un clímax torpe y sin emoción. En conclusión, el ejercicio de transformismo de Almodóvar se ha dado de bruces con su propia e inamovible personalidad y, aunque acorde con la tesis que plantea el film, paradójicamente se traduce en una propuesta fallida e incoherente con su planteamiento. Y es que por lo visto, a nuestro Pedro no todas las pieles le sientan bien.

jueves, 25 de agosto de 2011

SUPER 8 de J. J. Abrams

EL JUGUETE PARA NIÑOS MÁS CARO DEL MUNDO

Durante los títulos de crédito del último y (de nuevo) rodeado de misterio proyecto de Abrams, podemos ver en su final cut el cortometraje amateur The case, pieza fílmica que el grupo de niños protagonistas de la película intenta grabar, justo antes de que un terrible accidente ferroviario les obligue a interrumpir el rodaje y libere a la criatura extraterrestre que desencadena la trama principal de la película. El hilarante corto, tierno guiño a la saga de terror zombie iniciada por George A. Romero con la seminal Night of the living dead, se presenta aquí como eficaz metáfora del nostálgico ejercicio cinematográfico llevado a cabo por el autor, homenajeando a aquél cine deliciosamente naïf que, en los años ochenta, nos brindara la productora Amblin Entertainment de la mano de ese Rey Midas contemporáneo llamado Steven Spielberg. Y es que Super 8, divertimento honesto y conmovedor, encuentra su significado global precisamente en su naturaleza referencial, como juego de espejos (la ficción se refleja en la meta-ficción) de un cine y una forma de hacer cine que, por mucho que nos pese (a nosotros y al autor), ha dejado de existir.

Responsable del guión y la dirección, Abrams nutre la historia de aquellos elementos reconocibles en títulos inolvidables como E.T., Los Goonies o Gremlins: la cuadrilla de protagonistas adolescentes, la cotidianeidad del pueblecito americano de provincias, el elemento fantástico-misterioso que resquebraja el status quo a cambio de la promesa de grandes aventuras y, por encima de todo, el tránsito de las inseguridades y miedos de la infancia hacia la entereza de la madurez. Esto, añadido a una estructura plagada de gags recurrentes (las constantes vomiteras de Martin, el niño protagonista del corto o las discusiones entre Charles y Cary, que en ocasiones parecen diálogos de Tarantino versión para todos los públicos) y precisos mecanismos de guión clásico (el medallón que Joe lleva siempre consigo con la foto de su madre, la febril piromanía de Cary o el aparentemente irrelevante dependiente hippie de la tienda de fotrografía) convierten a Super 8 en un relato con los ingredientes necesarios para ablandar nuestros corazones y emocionarnos como, en días pasados, hicieron los títulos ya nombrados. Sin embargo y casi incomprensiblemente, con la visión del desenlace la emoción no llega a culminar y uno abandona la sala del cine preguntandose porqué.

Cierto que, de nuevo, Abrams hace gala de su deslumbrante y espectacular estilo visual, no incidiendo tanto en el imaginativo estilo narrativo de Spielberg (a fin de cuentas, no deja de ser un realizador forjado en la nueva televisión y el blockbuster "de autor") pero en su factura también se percibe el amor incondicional al cine que homenajea, dando un resultado más que agradecido. Pero el estilo de Abrams también responde a la demanda de un espectador que no es el mismo que hace treinta años. Tal vez el flirteo de la película con el género de terror sea otra sonda de aproximación a las audiencias del nuevo milenio. Y creemos a Abrams cuando nos confiesa que tiene a Tiburón o Alien como referentes (cierto que la guarida del extraterrestre de Super 8 remite irremisiblemente a su equivalente en la cinta de Ridley Scott), pero la acción trepidante y sesgada también nos remite a otra obra más reciente y producida por el director, Cloverfield. Una película, todo sea dicho, más en sintonía con los tiempos que corren. Por ello, parece que Super 8 se posiciona en tierra de nadie, demasiado moderna para los puristas del cine eighties y demasiado retro para los adolescentes de hoy.

Dicho esto, y posicionándome como un no-purista, esta película parece hecha para esos espectadores (como yo) que entraron en el cine dispuesto a revivir una época más optimista y dejarse llevar por la emoción de un niño con un juguete nuevo. Igual que Abrams, corporeizado al final de los créditos en Charlie, el director de The case, confesando que se han divertido mucho haciendo esa película. Y es que la historia goza de esa magia que una parte del público esperábamos de ella. Porque, ese tránsito a la madurez que la película retrata, es efectivamente un tránsito mágico, gracias sobre todo al mayor logro de la película de Abrams: la tierna y hermosa sencillez de la historia de amor entre los niños protagonistas, Joe y Alice. Relación que nos brinda lo que, en su día, nos regaló la amistad entre Eliot y el entrañable E.T.: el sentimiento de que a partir de ese momento, nada sería igual.

viernes, 8 de julio de 2011

EPILÉPTICO. LA ASCENSIÓN DEL GRAN MAL de David B.

EL HERMANO MAYOR PERDIDO


Epiléptico es una obra autobiográfica del guionista y dibujante de cómics David B. David B es Jean-François Beauchard, un niño que decidirá cambiarse el nombre y que por las noches, en el espeso jardín de su casa, conversa con fantasmas y demonios extraídos de los Cuentos de Canterbury como si fuesen sus confidentes. El hermano mayor de Jean-François se llama Jean-Christophe y padece una forma de epilepsia muy agresiva que su hermano percibe como una figura monstruosa que convive con ellos, siempre acechante. Epiléptico trata sobre la enfermedad de Jean-Christophe. Pero también es la historia del pequeño Jean-François, que se encuentra más comodo entre espectros que entre personas, que lucha contra "el gran Mal" que mora en su hermano y, quién sabe, quizá en él mismo. Y es la historia de sus padres y de sus abuelos y de los padres de sus abuelos. Y de los muertos y de seres imaginarios y de ocultismo. Epiléptico es una obra-mundo. La historia de un chico que decidió cambiarse el nombre.

No es de extrañar que la obra autobiográfica de David B trate principalmente la enfermedad que sufre su hermano y que da nombre al libro. A través de esta vastísima novela grafica el autor revive el desarrollo de la epilepsia de Jean-Christoph y los deseperados intentos de sus padres por encontrarle remedio: neurocirugía, macrobiótica, espiritismo, magnetismo... y un sinfín de disciplinas cada vez más extravagantes que nunca dan resultado. La enfermedad se convierte, a su pesar, en el epicentro de la infancia y adolescencia del protagonista, no sólo por los transtornos que aquélla produce en la familia (las constantes visitas al hospital o la adhesión de toda la familia a multitud de pseudo-credos liderados por gurús charlatanes), sino por su obsesión por vencer al monstruo de la epilepsia o el temor a que éste acabe también con él, alojándose en su mente.

La narración de las vivencias del protagonista, aún habiendo pasado por experiencias muy alejadas de lo común, se desarrolla con concisión y cierta frialdad. Pero el dibujo de David B., minimalista aunque poderosamente expresivo y profusamente poblado de simbología, se desmarca de la formalidad de los hechos narrados y exploran nuevos significados: profundos, oscuros y muchas veces inquietantemente aterradores. La realidad del pequeño protagonista se confunde con el mundo de su febril imaginación, creando imágenes que reflejan los sentimientos que las palabras solas no pueden alcanzar.

La impotencia de Jean-François acabará traduciéndose en desprecio hacia esa inestable criatura que, poco a poco, se parece menos a su hermano. El temor, el odio, la compasión... emociones que, como comprobamos en un hermoso epílogo, esconden el deseo inocente de un niño: Recuperar el amigo con el que jugaba por las calles y dibujaba sus primera viñetas con 10 años. Recuperar el hermano mayor perdido.