PAPÁ VIENE ESTA NOCHE
-N. y Esther:
El hermano menor, al que algunos llamaban el hermano normal y nosotros
llamaremos simplemente N., yacía de espaldas sobre la cama mientras sus dedos
se distraían acariciando el escaso vello que poblaba su pecho. Ésta era, con
diferencia, la parte que más disfrutaba del sexo: las sábanas empapadas contra
su cuerpo desnudo, las ligeras punzadas en el bajo del abdomen, la satisfacción
que iba ganándole el pulso a la euforia… en resumen, el goce ante la
demostración de lo que era capaz de hacer, muy por encima del simple hecho de
hacerlo.
-¿Sabes? Siempre le he temido a la
oscuridad.
Esther ni siquiera movió un músculo.
Sentada en el borde de la cama, fumaba mecánicamente un cigarrillo que no le
tranquilizaba como ella esperaba que lo hiciese.
-Tú no le temes a la oscuridad.
Ella le pegó otra calada al cigarro
y desvió su mirada hacia el suelo, preguntándose dónde habría ido a parar su
ropa interior.
-Sí,- contestó él- siempre le he
tenido miedo, desde pequeño. Lo superé hace poco... Hará cosa de un año, la
época en que te conocí.
Esther exhaló con fuerza, esbozando
con sus labios una diminuta vía de escape para el humo del tabaco.
-Ya, claro…- respondió.
Se levantó para, inmediatamente,
arrodillarse en el suelo, asomándose bajo la cama con la esperanza de localizar
alguna de sus prendas.
-Podía ser cualquiera- continuó N.-
El monstruo del armario, escondido entre las chaquetas; la mujer de los
espejos, que te raja el cuello si la miras a los ojos; o la garra que acecha
bajo la cama, esperando agarrarte el tobillo cuando te levantas en mitad de la
noche…
N. vio como Esther emergía del
suelo. Todavía desnuda de cintura para abajo, se puso el sostén que acababa de
encontrar. Él siguió las líneas de su cuerpo con la mirada.
-Yo no sabía cual era, pero estaba
seguro que al menos uno de ellos vivía en la oscuridad de mi habitación...
Esperando a que llegase la noche y mis padres se acostaran… Esperando para
venir a por mí…
Esther ya había encontrado sus
bragas y se estaba abrochando la camisa.
-Bueno, supongo que ése es un temor
bastante común entre críos.
-Sí…- respondió él- Pero el dolor
era real…
Esther levantó la vista y buscó la
mirada de N. Ésta parecía clavada en algún punto de la pared, tan congelada,
tan quieta, que Esther tuvo la absurda idea de que, si se colocaba ante ella,
atravesaría su cuerpo como si no fuese más que humo.
-Por eso siempre me aterró la
oscuridad. Hasta que hace un año, cuando aún vivía con mi hermano, en casa de
mis padres…
Se giró y miró fijamente a Esther,
la cual, todavía imbuida por su absurda ocurrencia, se asustó al pensar que la
mirada de N. realmente le atravesaría.
-… Ocurrió algo inesperado.
-N. y D.:
El hermano mayor, al que algunos
llamaban el hermano loco y nosotros simplemente llamaremos D., estaba
reorganizando su colección de cromos sobre la mesa de la cocina. Era una de
esas colecciones antiguas de cromos de papel, de los que ni siquiera llevaban
adhesivo en el reverso y tenías que aplicarles tú mismo la cola. Se dividían en
distintas categorías: animales terrestres, aves, fauna acuática, flora,
insectos y culturas del mundo. Pero D. adoraba reordenar su colección. Muchas
veces la organizaba de acuerdo a patrones más o menos evidentes (en una ocasión
mezcló todas las categorías para hacer una nueva clasificación según la zona
geográfica que compartían las distintas especies y razas) pero, en ocasiones,
se regía por criterios mucho más difíciles de identificar (una vez, N. vio que
D. había colocado todos los cromos en una hilera larguísima y no alcanzaba a
adivinar qué criterio seguía esta nueva organización. Emocionado por el interés
de su hermano, D. le explicó que, llegado el momento, ése era el orden en el
que todos los seres vivos de la tierra irían extinguiéndose hasta que,
finalmente, la tierra dejase de existir).
- …¿Tal vez según su esperanza de
vida?- aventuró N.-…¿En orden ascendente?
D. siguió colocando los cromos a una
velocidad pasmosa, deteniéndose de vez en cuando con uno de ellos en la mano y
observando todos los montoncitos, como si estuviese jugando un solitario.
-Buen intento, pero entonces casi
todos los insectos estarían a la cabeza y el último sería el Pinus aristata de 4.800 años.
N. resopló exageradamente y se
recostó en la silla, dando a entender que se rendía. Su hermano siguió con su
frenética actividad.
-He conocido a una chica…-dijo N.
-Eso explicaría tu falta de
concentración.- respondió D.
-Se llama Esther…
N. se esforzó en recordar su cara al
detalle, pero sólo consiguió vislumbrar algunos rasgos con gran vaguedad (una
sonrisa, el bucle de un mechón de pelo, ojos despiertos…). “La he visto muy
pocas veces” se dijo, “la próxima vez me fijaré bien para poder recordarla al
detalle”.
-…Creo que le gusto…
-Ten cuidado…
N. se giró hacia su hermano,
escrutando su rostro.
-¿Por qué debería ir con cuidado?
-Ya sabes: “A una chica regálale tu
mejor sonrisa, pero las lágrimas guárdatelas, ya que nunca sabes lo que podrá
hacer con ellas”.
-Eso nos lo decía mamá.
D. asintió y vaciló un instante a la
hora de colocar un cromo en un montoncito u otro adyacente. Luego dijo
despreocupadamente:
-Por cierto, hoy la he visto.
-¿A quién? ¿A Esther?
-No, a mamá.
N. miró
extrañado a su hermano.
-…¿Cómo que has visto a mamá?
-Esta tarde, aquí en la cocina.
Supongo que tenía ganas de hablar.
N. se rascó la incipiente barba,
nervioso. Se removió en la silla como si su asiento estuviese ardiendo y se
encaró a su hermano.
-¿Has hablado con ella?
En un principio D. no respondió,
manoseando los cromos con aire dubitativo. Finalmente, soltó el fajo que
sostenía y miró a N.
-Sí…
D. podía sentir la mirada de su hermano: una mirada triste y afilada,
como un hueso roto cuyas astillas se clavasen en las entrañas de su hermano.
Pero D. nunca expresaba esas cosas. Simplemente no se le daba bien hacerlo.
-Y… ¿qué te ha dicho?
D. vaciló un instante antes de responder.
-Nada… Bueno, muchas cosas… Ya sabes como es mamá…
D. Había querido sonar convincente, pero fingir tampoco se le daba bien.
N. permanecía con la mirada clavada en una mancha de suciedad en el
suelo.
-Me ha dicho que deberíamos ser más limpios.- dijo D.- Cuando he entrado
estaba fregando los platos.
-D. y mamá:
-Os he enseñado muchas cosas, pero lo que no os he enseñado es a ser unos
guarros…
D. tenía la cabeza gacha,
sintiéndose avergonzado como sólo su madre era capaz de hacerle sentir. Pero
ahora no podía evitar mirarla de reojo, como si la espiase furtivamente. La
mujer que lavaba los platos frente a él era su madre, sin duda. Vestía aquél trajecito
azul que él y su hermano le habían regalado para su cumpleaños, el verano de un
año que no conseguía recordar. Pero D. se dio cuenta que su cara le recordaba
mucho a alguien que, por extraño que pareciese, no era su propia madre. Al cabo
de un rato cayó en la cuenta: le recordaba a la Mujer Maravilla, tal cual estaba
dibujada en una viñeta, a página completa, de un cómic que le encantaba cuando
era pequeño. D. se preguntó si su madre alguna vez había sido tan guapa como la
veía ahora mismo. Lo cual no dejaba de ser curioso, teniendo en cuenta que ella
estaba muerta.
-Pensaba fregar los platos de aquí
un rato…-balbuceó D.
-Claro, una vez la salsa estuviese
bien reseca.
D. decidió callarse. Sabía que en
estos casos siempre era la decisión más inteligente. Se sentó en una de las
sillas de la cocina mientras su madre seguía fregando.
-Mamá, ¿has venido únicamente para
fregar los platos?
-Por supuesto que no.- aseveró la
madre- Si esa fuese la razón habría venido mucho antes… y mucho más a menudo.
-Entonces… ¿a qué has venido?
El agua corría sobre las manos de la
madre, blancas y suaves como si fuesen de porcelana. Con los dedos aún
goteando, alzó la mano y apartó un mechón de pelo que caía sobre su frente,
recogiéndolo con un delicado gesto detrás de la oreja.
-A lo que vengo siempre hijo: a
cuidaros…A advertiros.
D. apartó la vista, intimidado.
-… ¿A advertirnos?
-Quiero que cuides de tu hermano-le
interrumpió su madre.-lo que viene va a ser muy duro para él…
D. miró a su madre y, por primera
vez, le vio los ojos. Únicamente se podía adivinar que era una mirada triste,
igual que adivinarías que el rostro de una estatua había sido esculpido con
intención de reflejar ese sentimiento.
-…¿Y qué es lo que va venir mamá?
La madre esbozó una sonrisa y a D.
le asustó el esfuerzo que su madre parecía necesitar para hacerlo.
-Es papá, cariño… Papá viene esta
noche.
D. no contestó. Lo único que hizo
fue sacar su colección de cromos y repartirlos por la mesa. La madre se giró,
dedicándose de nuevo a la pila de platos sucios. A D. se le ocurrió preguntarle
a su madre cómo era morirse: ¿Dolía? ¿Era verdad lo de la luz al final del
túnel? ¿Debía hacerse ilusiones con el más allá? Ese tipo de cosas. Pero luego
pensó que no podía tener la seguridad de que su madre fuese a decir la verdad.
¿Acaso una madre no preferiría mentir a su hijo, antes que desvelarle una
verdad horrible?
-D., N. y papá:
-No quiero que te asustes- dijo D.-,
pero papá está en el dormitorio.
N. observaba el rostro de su hermano, rígido e inexpresivo mientras le decía
que su padre, muerto hacía años, se encontraba en el dormitorio al final del
pasillo.
-…¿Y por qué…?- N. se percató de que
le temblaba la voz- …¿Y por qué no viene aquí?
-Hay algo que debo explicarte N.,
por tu bien…
Su hermano se acomodó en la silla y
meditó un instante.
-Los muertos… no tienen forma propia
en el plano físico- comenzó D.- No van
por ahí con las ropas hechas jirones, ni arrastrando pesadas cadenas…
D. calló un momento. Recordó la
página cuarteada de un viejo cómic de la Mujer Maravilla y se culpó por haber
sido tan descuidado como para haberlo perdido. Luego prosiguió.
-Somos los vivos los que proyectamos
una imagen sobre ellos que podamos percibir. Son nuestros recuerdos, sueños y…
miedos… los que les dan formas.
D. observó a su hermano: la completa
inmutabilidad de su rostro era un claro indicio de que no había dado la
explicación por terminada. Así que D. puntualizó.
-Papá no quiere venir… porque teme
lo que puedas ver…
N. seguía confuso: su padre había
muerto cuando él era bastante pequeño con lo que, realmente, no albergaba
prácticamente ningún recuerdo sobre cómo había sido vivir con él. A decir
verdad, era como si su padre hubiese sido borrado de su memoria.
-Yo…- musitó N.- Creo que no sabría
qué decirle…
-No importa- dijo D.- Es él el que
quiere hablar contigo.
N. miró a su hermano y luego agachó
la cabeza. Las piernas le temblaban violentamente, aunque no entendía por qué.
-Dice que sabe lo de los monstruos…
N. se quedó sin habla. Por un
momento sintió que se ahogaba, que le faltaba aire para respirar. D. siguió
hablando.
-Quiere que le perdones por no… por
no haberte protegido.
¿Podría su padre haberle protegido?
-Creo…- concluyó D.- Creo que sólo
quiere que le des otra oportunidad…
Si podía, ¿por qué no lo había
hecho? ¿Por qué no le protegió?
- D.- dijo N.- ¿Cómo era papá?
La pregunta le pilló por sorpresa.
Sonrió y miró hacia la mesa de la cocina.
-¿Sabes? Es la primera vez que
organizo los cromos en ese orden.
Ambos se tomaron un instante para
observar aquel extravagante mosaico: una miríada de rostros inertes con
expresión estúpida, como la mirada negra y áspera de un animal disecado.
-Ese es el orden en que papá me los
compró.- dijo D.- Desde el primero hasta el último.
-N. y papá:
En pie, frente a la puerta cerrada
del dormitorio, N. se preguntaba qué era exactamente lo que había cambiado en
comparación con las otras miles de veces que había estado ante esa misma
puerta. Se respondió que, aparentemente, nada. Pero, aun desde el exterior,
podía sentir la presencia de aquello que había ocupado el dormitorio donde
habían dormido sus padres. Era como si la habitación entera estuviese
respirando: la respiración profunda y aletargada de un ser informe y pesado. N.
agarró el pomo de la puerta y pudo sentir que el metal vibraba ligeramente,
como si emitiese un lento grito de agonía. Giró el pomo y abrió la puerta.
Dentro no se veía nada, solo la más pura oscuridad. N. entró en la habitación y
sintió cómo su cuerpo, literalmente, se sumergía en una oscuridad fluida y
viscosa como si se adentrase en aguas pantanosas. N. se fusionó con la
oscuridad. Fue entonces cuando sintió aquel dolor de antaño que, hasta aquel
día, había permanecido enclaustrado en algún sótano de su memoria. El dolor de
los monstruos: las garras desollándole, el amargo aliento de azufre bañándole
la espalda… y el fuego que se introducía en su cuerpo y le quemaba las
entrañas. Sentía que se desvanecía. “Creo que voy a desmayarme” se decía “O
quizás es esto lo que se siente cuando te estás muriendo”. Pero entonces oyó
las palabras, susurradas en su oído como una dulce nana: “No tengas miedo. Soy
yo: papá”.
-N. y los monstruos:
Aunque aún era verano, N. se tapaba
con la sábana a la altura de la nariz. El calor era insoportable y su cuerpo sudaba
como el de un pollo dentro de un horno. Tenía 10 años y podía escuchar
claramente cómo los monstruos se revolvían en la oscuridad de la habitación.
Deseaba gritar para que sus padres viniesen, encendiesen la luz y todo volviese
a la normalidad. Pero tenía la garganta cerrada, como si una mano le estuviese
estrangulando para impedirle pedir ayuda. Entonces notó que algo se subía a la cama.
N. se tapó por completo, queriéndose proteger de lo que pudiese haber al otro
lado de la sábana. No existe terror más puro que el que la oscuridad despierta
en los niños. Algo dentro del pequeño N. se quebró y de su garganta surgió un
leve y desesperado lamento que, lo que se movía al otro lado de la sábana, pudo
advertir.
-No tengas miedo. Soy yo: papá.
A la voz del padre le siguieron las palabras húmedas, el aliento a
cerveza, las garras estrujando carne y, finalmente, aquel ardor: el fuego que
se introducía en su cuerpo y le quemaba las entrañas.
-N. y Esther:
-Él lo sentía- dijo N.- Sabía que me
habían hecho daño y sentía no haberme protegido.
Esther, ya vestida, estaba sentada
en el extremo de la cama. Se esforzaba en no escuchar lo que N. le decía y, por
supuesto, lamentaba haber llegado a esa situación.
-Me dijo que nunca más me abandonaría-
masculló N., sintiendo que no era él quien hablaba, sino una voz que susurraba
desde la parte posterior de su cabeza.
-Lo nuestro se ha acabado- dijo
Esther- Vernos esta noche ha sido un error.
-…Dijo que me protegería… que nadie,
nunca más, me haría daño…- La voz en su cabeza retumbaba como un taladro que
estuviese atravesándola.
Esther se dio la vuelta y observó a
N.: desnudo, tumbado en la cama, con la mirada hueca y clavada en el techo. Era
como si el hombre que una vez había amado hubiese mudado de piel y hubiese dejado
atrás aquel cascarón vacío e inútil. Esther sintió lástima y este sentimiento le
hizo bajar la guardia. Se inclinó para besar a N. en la mejilla, únicamente como
señal de despedida. Pero él se giró y la miró fijamente a los ojos con unas
pupilas que parecían puñales.
-¿Te gustaría conocer a mi padre?
A Esther le sorprendió la pregunta.
Se aturrulló un momento y no supo qué contestar.
-Él quiere conocerte- continuó él-
pero espera, mi padre no soporta la luz.
Antes de que Esther pudiese decir
nada, N. apagó la luz del cuarto: “No llores” pensaba, “que lo último que haga
esta zorra no sea verte llorar”.