DOBLE INCIDENTE EN EL BUS.
Una aventura "pulp" de Philip y Cairo
Eran las 7:30 de la mañana de un lunes especialmente frío y cruel. Una de
esas mañanas en las que la luz parece resbalarse sobre las caras de la gente,
dándoles un aspecto siniestro, como de muertos vivientes. Y aguantar aquello
con el estómago vacío no ayudaba. Mi madre había olvidado comprar Choco krispies (o eso quería hacerme
creer) y esa mañana me había sorprendido con un bol de leche repleto de cereales
ricos en fibra, esos que “aportan la cantidad diaria de hierro necesaria y te
ayudan a evacuar con regularidad”. Tal vez en el mundo en el que viven las
madres, ir al baño cada dos horas sea algo aceptable. Pero un chico de mi edad
no puede permitirse bajar la guardia. Debe estar ahí fuera, en las calles.
Rodearse de la gente adecuada y enterarse del último chismorreo que pulula en
el patio. Los adultos no tienen ni idea de lo duro que es ser un niño de 12
años.
Cairo estaba justo a mi lado, agazapado dentro de su enorme anorak rojo y
sorbiendo con pajita un brick de zumo
que llevaba media hora vacío. El desesperado lamento del envase, que rogaba ser
dejado de lado para poder descansar en paz, comenzaba a exasperarme. Así se lo
hice notar a Cairo.
-Perdona Philip… es que estoy un poco nervioso…
Antes de continuar creo que debería aclarar que mi amigo no se llama
realmente Cairo. En clase, cuando pasan lista, él responde al nombre de Gonzalo
Vellido. Yo empecé a llamarle Cairo porque en una ocasión, viendo una antigua
película de detectives con mi padre, había un personaje con ese nombre que era
igualito que mi amigo Gonzalo: bajito, ojos saltones, ojeras, labios gordos,
rostro achatado… algo así como un sapo, pero bípedo y con raya al lado. Se lo
conté a mi padre y él me dijo que era un actor muy famoso que se llamaba Peter
Lorre. Era un nombre que sonaba bien, pero era demasiado largo. Así que me
quedé con Cairo, que también sonaba bien y tenía un punto exótico. Y mi madre
tampoco me llama Philip. Ella y el resto de mi familia se refieren a mí como
Felipe. Pero Philip es Felipe en inglés, con lo que son el mismo nombre y el
primero suena mucho mejor.
-Por los nervios no he podido pegar ojo en toda la noche. Menos mal que
tenía una linterna y el nuevo Amazing Spiderman.
¿Lo has leído?...
Yo ya había pasado esa época en la que la emoción de una excursión con el
colegio me impedía dormir la noche anterior, pero aún así, y por una razón muy
distinta, yo tampoco había conseguido conciliar el sueño con tranquilidad.
Fue entonces cuando me percaté de que algo andaba mal.
-Espera un segundo…
Cairo asomó su nariz entre los pliegues de su desmesurado anorak.
-¿Qué pasa?
-Escucha.
Los dos permanecimos en silencio. En aquel momento pensé que nuestra
imagen transmitiría cierta solemnidad, como si fuésemos un reflejo del
perspicaz Sherlock Holmes y su fiel compañero Watson. Pero lo más probable es
que el anorak de Cairo restase efectismo y nos convirtiese en una estampa
meramente cómica.
-No oigo nada…- dijo Cairo.
-Exacto. Son las 7:30. Lo normal sería que no pudiese ni escucharte
debido al griterío de los niños entrando en clase.
La calle estaba completamente vacía. Sólo se oía el leve murmullo de
algunos de nuestros compañeros que intercambiaban cromos con actitud
clandestina. Aquello no me gustaba. Era como si algo hubiese ahuyentado a los
niños. Como si algo les hubiese… asustado.
Fue entonces cuando le vi. Una silueta oscura que emergía de las brumas
del horizonte, como una cita fatal con el destino que se hubiese aburrido de
esperarnos y viniese a nuestro encuentro. Se llamaba Eduardo Aldecoa, pero
todos le conocían como “El coleccionista de orejas”.
Mientras pasaba por delante de nosotros pude notar como el zumo que se
acababa de tomar Cairo formaba una bola compacta en el estomago de mi amigo.
Pero el coleccionista ya había avistado su víctima.
-¿Qué tenemos aquí? ¡Un chico nuevo!
El nuevo alzó la cabeza de su recién adquirido cromo de Bakero y no se
percató de que los chavales a su alrededor se esfumaban al instante. Eduardo
iba a añadir otra oreja a su colección.
-Oye nuevo, ¿sabes como suena un idiota debajo del agua?
¡No respondas! ¡Huye! ¡Cambia de colegio ahora que aún estás a tiempo!
¡Cambia de país! ¡De continente! Pero, por lo que más quieras, no respondas…
-No…
El coleccionista se llevó el dedo índice a la boca y lo chupó con esmero.
Luego todo pasó muy rápido, pero lo he visto demasiadas veces como para no sabérmelo
de memoria: El dedo del coleccionista se hunde en el oído del chico,
retorciéndose como una babosa que luchara por alojarse en su cerebro. Al cabo
de unos tortuosos segundos, la víctima nota como ese apéndice asqueroso
abandona su cavidad auditiva y respira aliviada, creyendo que todo ha acabado. Pero
el coleccionista agarra su cabeza y coloca el oído recién martirizado justo
enfrente de su boca. Hincha sus pulmones al máximo y grita:
-¡IDIOTAAAAAAAAA!
Era un ritual cruel y primitivo, más viejo que el mismo colegio. Todos
habíamos pasado por él y por ello sabía a la perfección como se sentía el
nuevo. Lo peor no era tener el oído lleno de saliva ajena, ni el constante
pitido que ya no le abandonaría durante todo el día. Ni siquiera era la
vergüenza de vivir tamaña humillación tu primer día de clase. Lo peor era esa
asfixiante sensación de que tu vida ya no te pertenecía. De que en cualquier momento
y en cualquier lugar, el horror podía cernirse sobre ti y no existía
posibilidad de refugiarse en las faldas de tu madre.
Pero todas esas cavilaciones pronto abandonaron mi cabeza cuando me fijé
en ella. Su cabeza se ladeó suavemente, meciendo una larga melena rubia que
brillaba como si desprendiese una lluvia de confeti. Tenía los dientes
frontales ligeramente separados, se pasaba todo el recreo intercambiando cartas
perfumadas con sus amigas y decía que un día iría a Hollywood para casarse con
Leonardo DiCaprio. Se llamaba Elena y yo estaba suficientemente enamorado de
ella como para que nada de lo anterior me importara.
Adelanté una pierna dispuesto a acercarme a ella, pero algo me impidió
moverme del sitio. La mano de Cairo me agarraba el brazo con fuerza. El
coleccionista estaba frente a nosotros.
-¿Qué estás mirando cara de rana?
¡Cairo había mirado directamente al coleccionista! No había posibilidad
de escapar de aquello. Una cosa era que Eduardo te encontrara en el pasillo y
se entretuviera un rato machacándote. Al final se aburriría y te abandonaría
igual que se escupe un chicle que ha perdido el sabor. Irías a la enfermería y
agradecerías seguir con vida. Pero, en el lenguaje del coleccionista, mirar
directamente a los ojos significaba agresión.
Desvié la mirada hacia Elena y vi como subía al autobús. Aquella era mi
oportunidad. Podía subirme, sentarme a su lado y aprovechar el trayecto para
hablar con ella. Era una oportunidad de oro… pero a veces, un niño tiene que
hacer lo que tiene que hacer.
-Oye Eduardo… ¿por qué no te metes con alguien de tu tamaño?
Enseguida me arrepentí de haber dicho esas palabras. ¡Genial Philip!
Estás a punto de morir y sólo se te ocurre esa frase de serial barato como
últimas palabras. Será un epitafio de lo más elocuente.
El coleccionista me atravesaba con
su mirada alimentada por el odio y yo podía sentir como apretaba el puño con
fuerza. Puse mi mente en blanco e intenté encarar mi destino con dignidad. Un
destino en forma de tren de alta velocidad con única parada en mi cara.
-Aldecoa, Bellido y Martínez. No se
demoren más señores. No todos los días tiene uno la oportunidad de visitar el
museo de Historia Antigua…
El quebradizo hilo de voz de “El momia”,
nuestro profe de Historia, fue como música celestial para mis oídos. El
coleccionista me lanzó una última mirada letal y se dirigió hacia la puerta del
bus. Mi ejecución había sido pospuesta, pero no me permití el lujo de alegrarme,
sabía que mi ajusticiamiento era algo inevitable. Con estos pensamientos en la
cabeza, subí la pequeña escalinata que daba entrada al autobús.
“Sergio se ha hecho pis en el saco
de dormir”… “¿Quién, yo?”…“¡Sí, tú!”…“Yo no fui.”…“¿Entonces quién?”…“¡El
blando!”
Siempre había alguien que nombraba a
“El blando”. Un chico flaco y debilucho que no jugaba al fútbol, era alérgico a
casi todos los alimentos que existían y, sobre todo, no llevaba bien los viajes
en autobús. El blando nunca participaba en el juego porque no podía interrumpir
su ciclo respiratorio. Si llegase a decir una palabra, lo más seguro es que
vomitase el vaso de leche de soja que había tomado para desayunar. Suceso que,
por otra parte, acontecería igualmente más o menos a mitad de la travesía.
-¿Un caramelo “PEZ”?
Cairo me acercó el envase de caramelos y, con un grácil movimiento de
pulgar, levantó la cabeza de Spiderman que servía de tapa.
-No, gracias. Lo he dejado.
Cairo sacó un par de caramelos y se
los metió en la boca. Yo miré hacia otro lado, pero lo que vieron mis ojos no
me alivió en absoluto. El coleccionista y Elena se habían sentado juntos y, lo
que era aún peor, ella parecía divertirse. Empezaba a pensar que aquella
hubiese sido la mañana perfecta para fingir un resfriado, quedarme en casa y
pasarme aquella pantalla del Zelda
que se me estaba resistiendo.
-“María se ha hecho pis en el saco
de dormir….”
En ese momento noté la mano
regordeta de Cairo que se posaba con gentileza sobre mi hombro.
-No te tortures más Philip. ¡Fíjate
en Spiderman! El pobre Peter Parker perdió a manos del malvado Duende Verde a
su querida Gwen Stacy (que por cierto, también era rubia) y pensó que nunca
podría superarlo. Pero entonces conoció a Mary Jane Watson. Una chica guapa,
inteligente, pelirroja y con la cara llena de graciosas pecas…
Cairo se aturulló un momento, como
si establecer la relación entre la situación amorosa de Spiderman y la mía
fuese la parte más complicada de su exposición.
-Lo que quiero decir… es… bueno… que
tal vez tengas que esperar a tu propia Mary Jane Watson…
Me sorprendí a mí mismo considerando
la vida amorosa de un personaje de cómic que vestía leotardos y, sencillamente,
me rendí.
-Tal vez tengas razón Cairo…
-“Philip se ha hecho pis en el saco
de dormir…”
Entonces, una clarividencia que sólo
puede ser calificada de locura asaltó mi mente. Tal vez Cairo no tuviese razón
a fin de cuentas.
-“¿Quién yo?”
-“¡Sí, tú!
Cairo pareció adivinar mis
intenciones. Es un buen amigo, eso no se lo puedo negar. Y como buen amigo que
es, intentó detenerme.
-No lo hagas…
Pero ya estaba decidido.
-“Yo no fui.”
-“¿Entonces quién?”
Quería a Elena. ¿Por qué iba a
rendirme sin luchar por ella?
-“¡Eduardo!”
El tiempo se congeló. El autobús
entero enmudeció al instante. Sólo se oía la respiración del blando. Una
respiración grave y profunda que parecía el estertor mortecino de un mundo
agonizante. El coleccionista se levantó en silencio y avanzó por el pasillo. Yo
lo veía todo a cámara lenta. Probablemente mi cerebro había agudizado mis
sentidos al sentirse amenazado. O tal vez me estaba mareando por estar en
ayunas. El coleccionista me señalaba con el dedo mientras gritaba algo que no
podía entender. No importaba, había llegado el momento de vencer o morir. Recé
para que mis piernas me respondieran y cuando iba a levantarme…
-¡AAAAAAAHHHHHH! ¡GONZALO SE HA
HECHO PIS!
Mi mente tardó un poco en reaccionar
pero al final conseguí girarme hacia Cairo. Su asiento estaba empapado. Tenía
una expresión de angustia indefinida, pero aún así pude ver claramente como me
sonreía.
-Cairo… ¿qué has hecho?
-No… no debí tomarme ese zumo… antes
de subir al autobús…
Yo le miré extrañado. Lo normal
sería que estuviese llorando y demasiado avergonzado como para ni siquiera
mirarme. Pero Cairo seguía sonriendo.
-Ve con ella… tigre…
Entonces lo comprendí todo. Recuerdo
haber dicho que Cairo era un buen amigo. Me equivocaba: Cairo es el mejor amigo
que uno puede tener y es el único héroe de esta historia. Le di las gracias,
pero creo que ni siquiera pudo escucharlo. La gente empezó a agolparse a su
alrededor para ver de cerca al chico que se había meado encima. Y Cairo seguía
sonriendo.
Me levanté y avancé por el pasillo.
El coleccionista pasó por mi lado sin ni siquiera dedicarme una mirada. La
distracción de Cairo era demasiado jugosa para él. Llegué hasta el asiento
vacío al lado de Elena y me senté. Ella me miraba como si fuese un juguete
nuevo, recién sacado del paquete.
-Ése es el asiento de Eduardo.
-Bueno, ahora mismo no está ocupado.
-Pero yo sí. Estoy saliendo con él.
-Parece que ahora está más
interesado en otras cosas.
En ese momento se oyó la elocuente
voz de Eduardo.
-¡Joder, cara de rana! ¡Te has
meado!
Elena apartó la vista del tumulto y
me estudió de nuevo con la mirada.
-¿Por qué te llaman Philip?
-Es Felipe en inglés. Y Philip suena
mucho mejor, ¿no crees?
-Eres gracioso. Me gustan los chicos
graciosos.
-Y eso que acabas de conocerme.
Ella se estaba riendo, lo cual
significaba que todo iba bien. Sin embargo sentía la desagradable sensación de
que estaba pasando algo por alto. Entonces, justo al lado de mi oído, escuché
la respiración entrecortada del blando.
-¡Estamos a mitad del trayecto!
Detrás de nosotros, el pálido rostro
del blando se había vuelto amarillo. Me giré y vi que Elena me miraba con sus preciosos
ojos azules, exageradamente abiertos: bonita imagen. La retuve en mi mente al
mismo tiempo que me abalanzaba sobre ella.
El autobús había parado en el arcén
de una carretera comarcal, rodeado de un paraje de helechos mortecinos que se
asfixiaban bajo un mar de niebla. El lugar ideal para que un niño de 12 años,
cubierto de leche de soja regurgitada, contemplase como el mundo se caía a
pedazos. El coleccionista le estaba lanzando piedras a una vieja cabaña
abandonada mientras, a pocos metros, Elena lo celebraba con deleite.
-Lo superará Martínez. Hágame caso.
Los niños de su edad siempre lo hacen.
Por si fuera poco, el momia estaba a
mi lado, siendo testigo de mi debacle.
-Con todo el respeto señor Barberá,
no tiene ni idea de lo que es ser un chico de mi edad.
El momia se adelantó unos pasos y
lanzó una mirada llena de solemnidad al horizonte, semblante que adquiría
siempre que iba a hablar del Egipto faraónico u otras épocas aún más remotas.
-Olvida usted que yo también he
tenido su edad…- Lo dicho, épocas remotísimas.- Y, aunque no lo crea, también
suspiré por el amor no correspondido de una joven dama…
El momia se achicó un poco. No creo
que pudiese mantenerse erguido durante mucho tiempo, a no ser que estuviese
hablando de pirámides.
-El tiempo es un amante caprichoso:
me ha brindado la posibilidad de conocer los secretos de civilizaciones
extintas hace miles de años… pero no me ha permitido albergar un simple
recuerdo: el dulce rostro de una niña…
Aquella muestra de evidente
humanidad por parte de un profesor me pilló por sorpresa. Uno siempre imagina
que tras la identidad de un profesor puede esconderse cualquier cosa: un
explorador de una raza alienígena que planea conquistar nuestro planeta o un
ser cibernético programado por el gobierno para identificar y destruir cualquier
síntoma de individualidad que presenten los chavales. Lo que no te esperas es
que sean seres humanos.
-¿Qué fue de ella?- pregunté sin
pretenderlo.
-No lo sé. Nunca volví a verla.- El
momia se giró y me miró, sonriendo- Pero lo superé, lo mismo que le ocurrirá a
usted.
Entonces bajó la mirada y avanzó
indeciso hacia el autobús. Pero, después de unos pasos, frenó en seco y se giró
hacia mí una última vez.
-¿Sabe una cosa Martínez? A veces
tengo la sensación de que los niños y los adultos no somos tan diferentes al
fin y al cabo.
Dicho esto, dio media vuelta y
siguió su trayecto hacia el autobús, convencido de que me había dejado una
valiosa lección sobre la que reflexionar. Y era cierto, tenía mucho sobre lo
que pensar. Mi profesor de historia había sido un niño de 12 años. Un pobre
chaval al que una niña había rechazado y, años después, se había convertido en
el momia. Tal vez era casualidad o tal vez no. Si se daba el segundo caso,
entonces le podía pasar a cualquiera. Me podía pasar incluso a mí.
Eso era lo más duro de ser un niño: tarde o temprano acababas por
convertirte en un adulto.
El coleccionista alcanzó una de las
ventanas de la cabaña con una piedra y, mientras el cristal y mi corazón se
hacían añicos, Elena aplaudía emocionada.
¡Dios, como necesitaba un caramelo
PEZ en esos momentos!