miércoles, 5 de diciembre de 2012

SKYFALL, de Sam Mendes

PROMESAS QUE NO PUEDES CUMPLIR

Existe una cierta tendencia del blockbuster norteamericano contemporáneo (incluso podría hablarse de reconfortante concienciación) cuyo cénit parece haber sido alcanzado con la reciente culminación de la “incontestable” trilogía sobre el Caballero Oscuro a cargo de Christopher Nolan. Nos referimos a un nuevo paradigma en la concepción de films multimillonarios, más próximos a la mitomanía y al fenómeno cult que a la pirotecnia desaforada de tiempos pretéritos: ahora, el taquillazo de la temporada es siempre la nueva película evento,  una “transgresora” reformulación de cánones, cimentada en la personalísima visión de un cineasta de primer orden. Un nuevo-nuevo-nuevo (sí, ya van tres) Hollywood: el de los blockbusters de autor.

Por su carácter seriado e iconoclasta, las sagas cinematográficas de género han sido los títulos que con mayor facilidad se han visto abocados a esta nueva corriente. Siguen siendo productos destinados a reportar grandes beneficios, pero las estrategias comerciales han cambiado: ahora, la composición depurada del relato, la construcción de personajes y la cohesión mitológica se convierten en características deseables en un producto. Los principios básicos de la dramaturgia como nuevos valores de venta. Y así, bajo estas nuevas leyes de mercado, nace una película como Skyfall.

Desde el momento en que se escoge al oscarizado Sam Mendes como director de la vigésimo tercera película protagonizada por el agente más famoso del MI6, Skyfall aspira a ser algo así como la película definitiva sobre 007: desde la muerte y resurrección del protagonista, pasando por una pretendida Némesis o doppelgänger bondiano como villano, hasta los orígenes nunca narrados del mítico agente, la película de Mendes se posiciona como (nuevo) relato fundacional, al mismo tiempo que (con un acertado nuevo perfil del personaje interpretado por Craig y la inclusión de alguna ruptura radical en la ya anquilosada mitología trazada por Flemming) plantea lo que podría adivinarse como el principio del fin de 007. El Alpha y Omega de James Bond en una sola película y por el “módico” precio de una entrada de cine.

Sin embrago, en la superficie de este Bond renacentista, enseguida salen a relucir las primeras grietas. Porque, a lo largo del metraje y casi por imperativo contractual, 007 tiene que seducir a la femme fatale de turno, disparar su Walther PPK y pedir su celebérrimo cocktail en la primera barra sobre la que apoye el codo. Y Skyfall, como el resto de películas de Bond, se caracteriza por no traicionar sus códigos y ofrecer un divertimento más bien liviano ya que, no nos engañemos, algo diferente no sería James Bond. Por ello, desde la elección misma del título (el deleite al descubrir, casi al final de la película, el porqué de Skyfall es impagable), hasta el acertado (aunque insuficiente) enfoque triangular Bond-M-Silva insinúan un fascinante retrato psicoanalítico de 007, hasta el punto que la propia película escenifica sus pretensiones sometiendo a Bond a un test de asociación de ideas, con psiquiatra de aire freudiano incluido. Aún así, y pese a la delicadeza con la que Mendes trata la ambientación del filme (el fantasmagórico paraje donde transcurre el desenlace, marcado por el contraste entre el fuego y el páramo helado escocés), el análisis no prospera y, en última instancia, todo queda en un perfil un tanto accidental y puramente anecdótico (como esa intervención del entrañable cascarrabias encarnado por Albert Finney). Una sofisticada pieza de cámara que no hace más que tocar las mismas notas de siempre.

Cabe decir que Skyfall no es, ni mucho menos, una mala película: tan sólo resulta un tanto irritante como eterna promesa que nunca se acaba de cumplir. Aunque, probablemente, su único error no sea otro que prometer algo que, por más que quisiera, no podía ofrecer. Porque Skyfall despliega todo el arsenal que una cinta de James Bond necesita y, seguramente, lo hace mejor que nunca. Y tal vez, a una película de 007, no deberíamos pedirle nada más.