PROMESAS QUE NO PUEDES CUMPLIR
Existe una cierta tendencia del blockbuster norteamericano contemporáneo
(incluso podría hablarse de reconfortante concienciación) cuyo cénit parece
haber sido alcanzado con la reciente culminación de la “incontestable” trilogía
sobre el Caballero Oscuro a cargo de Christopher Nolan. Nos referimos a un
nuevo paradigma en la concepción de films multimillonarios,
más próximos a la mitomanía y al fenómeno cult
que a la pirotecnia desaforada de tiempos pretéritos: ahora, el taquillazo de
la temporada es siempre la nueva película evento, una “transgresora” reformulación de cánones,
cimentada en la personalísima visión de un cineasta de primer orden. Un
nuevo-nuevo-nuevo (sí, ya van tres) Hollywood: el de los blockbusters de autor.
Por su carácter seriado e
iconoclasta, las sagas cinematográficas de género han sido los títulos que con
mayor facilidad se han visto abocados a esta nueva corriente. Siguen siendo
productos destinados a reportar grandes beneficios, pero las estrategias
comerciales han cambiado: ahora, la composición depurada del relato, la construcción de personajes y la cohesión mitológica se convierten en características deseables en un producto. Los principios básicos de la dramaturgia como nuevos valores de venta. Y así, bajo estas nuevas leyes de mercado, nace una
película como Skyfall.
Desde el momento en que se escoge
al oscarizado Sam Mendes como director de la vigésimo tercera película protagonizada por el
agente más famoso del MI6, Skyfall
aspira a ser algo así como la película definitiva sobre 007: desde la muerte y
resurrección del protagonista, pasando por una pretendida Némesis o doppelgänger bondiano como villano, hasta
los orígenes nunca narrados del mítico agente, la película de Mendes se
posiciona como (nuevo) relato fundacional, al mismo tiempo que (con un acertado
nuevo perfil del personaje interpretado por Craig y la inclusión de alguna
ruptura radical en la ya anquilosada mitología trazada por Flemming) plantea lo
que podría adivinarse como el principio del fin de 007. El Alpha y Omega de
James Bond en una sola película y por el “módico” precio de una entrada de cine.
Sin embrago, en la superficie de
este Bond renacentista, enseguida salen a relucir las primeras grietas. Porque,
a lo largo del metraje y casi por imperativo contractual, 007 tiene que seducir
a la femme fatale de turno, disparar
su Walther PPK y pedir su celebérrimo
cocktail en la primera barra sobre la que apoye
el codo. Y Skyfall, como el resto de
películas de Bond, se caracteriza por no traicionar sus códigos y ofrecer un
divertimento más bien liviano ya que, no nos engañemos, algo diferente no sería
James Bond. Por ello, desde la elección misma del título (el deleite al
descubrir, casi al final de la película, el porqué de Skyfall es impagable), hasta el acertado (aunque insuficiente)
enfoque triangular Bond-M-Silva insinúan un fascinante retrato psicoanalítico
de 007, hasta el punto que la propia película escenifica sus pretensiones
sometiendo a Bond a un test de asociación de ideas, con psiquiatra de aire
freudiano incluido. Aún así, y pese a la delicadeza con la que Mendes trata la ambientación del filme (el fantasmagórico paraje donde transcurre el desenlace, marcado por el contraste entre el fuego y el páramo helado escocés), el análisis no prospera y, en última instancia, todo queda en un perfil un tanto accidental y puramente anecdótico (como esa intervención del entrañable cascarrabias encarnado por Albert Finney). Una sofisticada pieza de cámara que no hace más que tocar las mismas notas de siempre.
Cabe decir que Skyfall no es, ni mucho menos, una mala
película: tan sólo resulta un tanto irritante como eterna promesa que nunca se acaba de cumplir. Aunque, probablemente, su único error no sea otro que prometer algo que, por más que quisiera, no podía ofrecer. Porque Skyfall despliega todo el arsenal
que una cinta de James Bond necesita y, seguramente, lo hace mejor que nunca. Y tal
vez, a una película de 007, no deberíamos pedirle nada más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario